Las segregadas en Facebook POR SEBASTIAN ROBLES
–Ay, es encantadora Osobuco –escribió Dientes de Arado en el chat.
–¿Viste? –respondió la Barracuda–. Y tan vital. Tenía una mala imagen
de ella, pero es lo que decimos siempre: te etiquetan con el apodo.
Ambas coincidieron en elogiar la iniciativa de la Manca, que las había
reunido dos años antes a través del grupo de Facebook de las segregadas.
Llegaba el mensaje de invitación al grupo con la foto de perfil de la Manca
donde se veía en primer plano, sin ningún intento de ocultamiento, el brazo
atrofiado que le había valido el apodo, con cinco dedos minúsculos y unidos
entre sí por una delgada membrana poblada de finas venas azules. Las únicas que
se sumaron fueron Pico de Loro y Pelo de Concha, que captaron rápido la ironía.
Un día la Manca se largó y mandó la primera actualización de estado importante:
“Las otras también tenían vidas de mierda, pero se sentían mejor si sabían que
nos tenían abajo. Y los varones, que piensan con lo que ya sabemos, para darles
el gusto, nos ponían los apodos. Llegó el momento de darnos cuenta de cómo eran
las cosas. A los y las que se burlaban, nos señalaban con el dedo, no les fue
mejor en la vida que a nosotras.” La cosa podría haber terminado en un
chismorreo estimulante pero improductivo, hasta que decidió dar un paso más
adelante. Publicó en su perfil una foto como de prontuario, sosteniendo –con
sus dedos atrofiados– un cartelito donde había escrito su apodo.
–Yo no me animaría –comentó el Tero–, pero te felicito.
La segunda fue el Matambre. El contraste entre el apodo y su realidad
actual saltaba a la vista. Al pie de su foto de perfil, le dejó un comentario
Daniel Schaffer, que era uno de los chicos populares y deseados durante el
secundario. Decía: “Ey, qué linda estás :)”.
Cuando está bien vendida, es decir, cuando se dan muestras de que uno
se repuso a ella, la adolescencia conflictiva es un punto a favor. Esto corría
para todas, excepto para la Manca. Su brazo mutante, que ella exhibía con
orgullo, no estimulaba a nadie. Más bien al contrario: generaba rechazo. Muchas
lo percibían, pero ninguna se animaba a decírselo. Hasta que llegó Osobuco.
Los varones le habían puesto ese apodo porque decían que era carne
barata. En la actualidad vivía en el Tigre con un marido publicista, pintaba
cuadros que exponía en galerías de arte, le gustaba la fotografía y tenía una
hija. Subía al muro poemas vitalistas que hablaban de cómo hay que disfrutar
cada instante. Cuando la integraron a la cadena de mails, felicitó a todas por
el grupo que habían formado.
–Están llenas de vida –escribió.
Y se sacó una foto en blanco y negro con el cartelito del apodo a la
altura del pecho, igual que las demás. A sus pies había una cacerola de
puchero. En la mano libre llevaba un pedazo de osobuco crudo. Tenía un pañuelo
floreado en la cabeza. Como a todas les encantó la foto, se ofreció a hacerles
retratos alegóricos a las integrantes del grupo.
La primera fue el Pacú. Se juntaron en el río una tarde y Osobuco le
hizo diferentes tomas sosteniendo el cartelito afuera del agua. El éxito en “Me
gusta” y comentarios elogiosos fue inmediato.
Viajó un fin de semana a Mar del Plata con la Barracuda y se juntó una
mañana con el Matambre en el mercado de Liniers. Podría haber terminado más
rápido, de no ser porque algunas veces desaparecía por semanas, sin avisar.
–Lógico –razonaba la Enana de Jardín–, ella también tiene su vida. Hay
que respetarla.
Al final sólo faltaba el retrato de la Manca. Osobuco le mandó un mail:
“No puede ser que la fundadora de este grupo no tenga un retrato como
corresponde”.
La Manca tardó en responder. Al final dijo que sí. Quedaron en
encontrarse el sábado, en su casa. Osobuco llegó tarde. Su palidez se veía
acentuada por el pañuelo que llevaba en la cabeza, como en sus fotos de perfil.
La Manca la esperaba con mate y facturas. Recordaba a Osobuco como una chica
vivaz, conversadora, y esa era la impresión que dejaba también con sus posteos
en el muro, a los que se sumaba un misticismo que estaba ausente en su
adolescencia, y que la Manca consideraba una cosecha de los años que habían
transcurrido desde que terminó el secundario. La persona que tenía en frente,
sin embargo, parecía frágil y enfermiza. Hablaba poco y sonreía de compromiso,
de vez en cuando, como si le resultara un terrible esfuerzo hacerlo.
–¿Estás bien? –le preguntó después de un rato.
Osobuco asintió. Tragaba saliva.
–Vamos a sacar las fotos –dijo.
Decidieron hacerlas en el dormitorio de la Manca, que se había comprado
un conjunto de ropa interior con encajes y transparencias para la ocasión.
Osobuco le delineó los ojos de negro. La Manca posó en la cama como una modelo
de lencería erótica. Se acostaba boca arriba, boca abajo, ensayaba expresiones
con los labios. La única constante era el cartel con su apodo, que sostenía
bien a la vista, con su mano atrofiada. Osobuco sacaba una foto detrás de otra.
Parecía haberle vuelto el alma al cuerpo.
–Ponete el brazo atrás de la espalda –le dijo a la Manca.
–¿Cómo?
–El brazo… escondelo. Queda feo. A veces no hay que mostrar todo.
A la Manca se le aparecieron mil insultos por la cabeza. Se imaginó
expulsándola del grupo, iniciando una cruzada en las redes en su contra.
Osobuco le sostenía la mirada. Tensa, pero con autoridad, como si no se
arrepintiera de sus palabras. “Ocultate, escondete”, había dicho. Como le
decían los adultos cuando era chica.
“¿Por qué dijo eso?”, se preguntó la Manca. Y estuvo a punto de
protestar en voz alta, cuando sospechó que no había cabello debajo del pañuelo
que le cubría la cabeza. Fue como verla por primera vez. Su palidez, su aspecto
endeble, el misticismo… todo cerraba. Osobuco tosió.
La Manca retrocedió en la cama, sobre las frazadas arrugadas, y cubrió
su brazo atrofiado con una almohada.
–¿Así está bien?– le preguntó.
El amor a través de una ventana
de chat POR IOSI HAVILIO
El invierno me agarró solo y tapado de nieve. Tres meses oscurísimos
comiendo latas, tomando vodka, matándome en Internet. Con el primer sol salí al
mundo. Bajé al pueblito a pie y encaré sin vueltas para la estación. Todo el
camino me acompañó un fuerte olor a polen. Fresco y pegajoso, con su estela
dorada flotando en el aire. Las pocas personas que me crucé no me reconocieron.
La barba y la ausencia me habían fabricado una nueva identidad. En la
ventanilla del Expreso Patagónico compré un pasaje a la ciudad para esa misma
tarde. Antes de subir al tren me llené los bolsillos de golosinas. Salimos con
la última luz del día. Las montañas y las rocas dieron paso a la estepa
polvorienta, la estepa a la llanura, la llanura a la depresión.
No bien puse un pie en tierra, entré en un locutorio y llamé a La China. Me
atendió la madre, seca y suspicaz. No sé cuánto tiempo habré estado con el
aparato en la mano. A punto de cortar, escuché una voz finísima y quebradiza.
Un Hola que se rompía. De cristal. Respiré hondo y dije: Estoy en la
ciudad. La China no se sorprendió: Sabía que eras vos. Me dejó mudo. Propuso
que nos encontráramos en un maxikiosco. Al lado de la muni, dijo y cortó.
Nos habíamos conocido por chat. Desde el comienzo me pareció una chica
misteriosa. De hecho, a pesar de mi insistencia, nunca me reveló su nombre
verdadero. Para mí siempre fue La China.
Nos entendimos rápido y se nos hizo un hábito conectarnos cada noche, a veces
hasta la madrugada. En su perfil había un pájaro azul que cambiaba de expresión
según el día. Triste, alegre, malhumorado, de acuerdo a su estado de ánimo.
Conversábamos de todo un poco y de nada en particular.
Me contaba de sus clases de cerámica, de su novio karateca, de la tía
moribunda, de sus rollos con el padre. Prefecto o gendarme. Decía que había dos
Chinas, la real y la imaginaria. Yo me abrí desde el vamos, le mandé mi mejor
foto y le hablé con sinceridad. Ultimamente me dedicaba unos extraños collages
con mujeres sin cabeza, desnudas o en bikini. Decapitadas a mano. Nunca un
retrato suyo.
La municipalidad quedaba a la vuelta de la estación. Me instalé en un banco de
la vereda de enfrente con la idea de reconocerla sin que me viese. Pero
enseguida me sentí un cobarde. Crucé.
En los jardines de la ciudad una tropa de trabajadores plantaba flores
anaranjadas de tallos larguísimos. El maxikiosco se llamaba Gabriel.
Estaba atendido por una mujer de pelo largo y canoso que sintonizaba una radio
a perilla. Tenía ojeras muy marcadas y la frente llena de arrugas. En cambio su
sonrisa era franca y sus labios lisos. Como si su cara mostrara dos edades a la
vez. Vieja de la nariz para arriba, joven de la nariz para abajo. Nos saludamos
con un cabeceo.
Le pedí un café y un sándwich primavera.
Estaba verdaderamente hambriento. La mujer sonrió y me señaló un pasillo que
llevaba a un patio techado que hacía las veces de bar. En una de las mesas, la
única ocupada, había tres tipos uniformados: trajes raídos y sweaters escote en
V.
Uno de ellos, los ojos de búho, alto y desgarbado, hablaba sin parar entre la
rabia y el fervor. Los otros dos lo escuchaban mientras bebían y comían maní.
La bronca era compartida. Todo indicaba problemas de convivencia. Bajé la vista
y me fijé que al pie de la mesa cada uno tenía una torre de tapers atados con
hilo.
Un poco más allá, contra la pared, camuflados entre una maraña de cables, había
varios monitores en desuso con las pantallas para abajo. La mujer me sirvió el
café y el sándwich que devoré con ganas.
Cuando vi aparecer a La China no tuve dudas. Flaca, chiquita y rara.
Exactamente como me la imaginaba. Bella a su modo. Levanté una mano para
hacerle una seña. Ella hizo un gesto como diciendo No hace falta. Nos saludamos
sin beso, medio toscos, nunca antes había visto cejas tan tupidas. Te hacía
distinto, fue lo primero que me dijo. ¿Distinto? No sé, menos viejo. Me reí.
Siguió un silencio largo, ninguno de los dos se animaba a nada. Se me
atropellaban las palabras. Por fin nos vemos, dije al fin y ella: Te traje
algo. Sacó de su mochila un paquete envuelto en papel de diario. Era uno de sus
ceniceros de cerámica. Al tacto, frío, nacarado y poroso. Pensé que La China se
parecía mucho a esta textura brillante y torturada. Ella interceptó mi
pensamiento clavándome la mirada: Te imaginaba distinto.
En la mesa de atrás, ahora el de los ojos de búho abre la boca ayudándose con
los índices como si quisiera mostrar la garganta.
Los otros dos estallan en una carcajada, patean el piso y golpean la mesa. Se
ríen de los dientes que le faltan a su compañero. Sos un agujero, le dice uno
entre risas. Al otro se le ocurre una genialidad. Agarra un par de pochoclos
para que el de ojos de búho se los ponga en lugar de los dientes. Pochoclos
postizos.
La distracción dura un segundo, suficiente para que La China se ponga a
sangrar. Por la frente, los ojos y la boca. Sangra sin heridas, por unas
ranuras que se le abren en la superficie. No sé qué hacer. Estoy por ponerme de
pie, ella ve venir el impulso y me frena aprisionándome la mano sobre la mesa.
Su piel helada me provoca un escalofrío interminable. Me siento mortificado.
Todo esto fue un error desde el comienzo. Lloraría. La China me pide calma.
Pasa a veces, dice, no hay que hacer un drama de todo.
Alrededor nuestro nadie se escandaliza. La mujer de dos edades me mira de
reojo, cómplice, por encima de una publicidad de cigarrillos. Así es en la vida
real, parece querer decirme. Entonces sube el volumen de la radio y los
vendedores de tapers se encienden con la música.
De nada sirve
Escaparse de uno mismo
De nada sirve
Escaparse de uno mismo
No no no